MENSAJE DEL SANTO PADRE
JUAN PABLO II
PARA LA X JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
1. Desde hace algunos años, el 11 de febrero, día en que la Iglesia conmemora la aparición
de Nuestra Señora de Lourdes, ha quedado oportunamente unido a un importante
acontecimiento: la celebración de la Jornada mundial del enfermo.
En el año 2002 tendrá lugar la décima celebración, que se realizará en el
conocido centro de peregrinaciones marianas del sur de la India, el santuario de
la "Virgen de la salud", en Vailankanny, conocido como "La
Lourdes de Oriente" (Ángelus del 31 de julio de 1988). Millones de
personas, seguras de la indefectible ayuda de la Madre de Dios en sus
necesidades, acuden con profunda devoción y confianza a ese santuario, situado
en la costa del golfo de Bengala, en una zona tranquila, entre palmeras.
Vailankanny no sólo atrae a peregrinos cristianos, sino también a muchos
seguidores de otras religiones, especialmente hindúes, que ven en la Virgen de
la salud a la Madre solícita y compasiva de la humanidad que sufre.
En la
India, tierra de religiosidad tan profunda y antigua, ese santuario dedicado a
la Madre de Dios es realmente un punto de encuentro para miembros de diversas
religiones y un ejemplo excepcional de armonía y diálogo interreligioso.
La Jornada mundial del enfermo comenzará con un momento de intensa oración por
todos los que sufren y los enfermos. De ese modo expresaremos a los que sufren
nuestra solidaridad, que brota de la convicción de la misteriosa naturaleza del
dolor y su función en el proyecto amoroso de Dios para cada persona. La Jornada
proseguirá con una reflexión y un estudio serios sobre la respuesta cristiana
al mundo del sufrimiento humano, que parece aumentar día tras día, entre otras
causas por calamidades originadas por el hombre y por opciones malsanas
realizadas por personas y sociedades. Al volver a examinar el papel y la función
de las instituciones sanitarias, de los hospitales cristianos y de su personal,
esta reflexión destacará y reafirmará los auténticos valores cristianos, que
deberían inspirarlos. Seguir las huellas de Jesús, el Médico divino, que vino
"para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10)
-tema de la reflexión de la Jornada- implica una clara actitud en favor de la
cultura de la vida y un compromiso total en defensa de la vida desde la concepción
hasta la muerte natural.
2. Está bien buscar medios nuevos y eficaces para aliviar el sufrimiento,
pero el sufrimiento sigue siendo un hecho fundamental de la vida humana. En
cierto sentido, es tan profundo como el hombre mismo y afecta a su misma
esencia (cf. Salvifici doloris, 3). La investigación y los cuidados médicos
no explican del todo ni eliminan completamente el sufrimiento. En su profundidad
y en sus múltiples formas, es preciso considerarlo desde una perspectiva que
trascienda su dimensión meramente física. Las diversas religiones de la
humanidad siempre han tratado de responder a la pregunta del sentido del dolor y
reconocen la necesidad de mostrar compasión y bondad a los que sufren. Por eso,
las convicciones religiosas han dado origen a prácticas médicas encaminadas a
tratar y curar las enfermedades, y la historia de las diferentes religiones,
registra formas organizadas de asistencia sanitaria a los enfermos, practicadas
ya desde tiempos muy antiguos.
Aunque la Iglesia considera que en las interpretaciones no cristianas del
sufrimiento se hallan muchos elementos válidos y nobles, su comprensión de
este gran misterio humano es única. Para descubrir el sentido fundamental y
definitivo del sufrimiento "tenemos que volver nuestra mirada a la revelación
del amor divino, fuente última del sentido de todo lo existente" (ib., 13).
La respuesta a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento "ha sido dada
por Dios al hombre en la cruz de Jesucristo" (ib.). El sufrimiento,
consecuencia del pecado original, asume un nuevo sentido: se convierte en
participación en la obra salvífica de Jesucristo (cf. Catecismo de la
Iglesia católica, n. 1521). Con su sufrimiento en la cruz, Cristo venció
el mal y nos permite vencerlo también a nosotros. Nuestros sufrimientos cobran
sentido y valor cuando están unidos al suyo. Cristo, Dios y hombre, tomó sobre
sí los sufrimientos de la humanidad, y en él el mismo sufrimiento humano asume
un sentido de redención.
En esta unión entre lo humano y lo divino, el
sufrimiento produce el bien y vence el mal. A la vez que expreso mi profunda
solidaridad con todos los que sufren, oro fervientemente a Dios para que la
celebración de la Jornada mundial del enfermo sea para ellos un momento
providencial que les abra un nuevo horizonte de sentido en su vida.
La fe nos enseña a buscar el sentido último del sufrimiento en la pasión,
muerte y resurrección de Cristo. La respuesta cristiana al dolor y al
sufrimiento nunca se ha caracterizado por la pasividad. La Iglesia, urgida por
la caridad cristiana, que encuentra su expresión más alta en la vida y en las
obras de Jesús, el cual "pasó haciendo el bien" (Hch 10, 38),
sale al encuentro de los enfermos y los que sufren, dándoles consuelo y
esperanza. No se trata de un mero ejercicio de benevolencia; brota de la compasión
y la solicitud, que llevan a un servicio atento y asiduo. Ese servicio implica,
en definitiva, la entrega generosa de sí a los demás, especialmente a los que
sufren (cf. Salvifici
doloris, 29). La parábola evangélica del buen
samaritano capta muy bien los sentimientos más nobles y la reacción de una
persona ante un hombre que sufre y necesita ayuda. Buen samaritano es quien se
detiene para atender a las necesidades de los que sufren.
3. En este momento pienso en los innumerables hombres y mujeres que, en
todo el mundo, trabajan en el campo de la salud, como directores de centros
sanitarios, capellanes, médicos, investigadores, enfermeras, farmacéuticos,
personal paramédico y voluntarios. Como recordé en mi exhortación apostólica
postsinodal Ecclesia in Asia, en numerosas ocasiones, durante mis visitas
a la Iglesia en diversas partes del mundo, he quedado hondamente conmovido por
el extraordinario testimonio cristiano de muchos grupos de profesionales de la
salud, especialmente de los que se dedican a cuidar de los discapacitados y los
enfermos terminales, así como de los que luchan para evitar la difusión de
nuevas enfermedades, como el sida (cf. n. 36). Con la celebración de la Jornada
mundial del enfermo, la Iglesia expresa su gratitud y su aprecio por el servicio
desinteresado de muchos sacerdotes, religiosos y laicos comprometidos en el
campo de la salud, que atienden generosamente a los enfermos, a los que sufren y
a los moribundos, sacando fuerza e inspiración de la fe en el Señor Jesús y
de la imagen evangélica del buen samaritano. El mandato del Señor durante la
última Cena: "Haced esto en memoria mía", además de referirse
a la fracción del pan, alude también al cuerpo entregado y a la sangre
derramada por Cristo por nosotros (cf. Lc 22, 19-20), es decir, al don de
sí a los demás. Una expresión particularmente significativa de este don de sí
es el servicio a los enfermos y a los que sufren. Por tanto, quienes se dedican
a ese servicio, encontrarán siempre en la Eucaristía una fuente inagotable de
fuerza y un estímulo a una generosidad siempre renovada.
4. Al acercarse a los enfermos y a los que sufren, la Iglesia se guía por
una visión precisa y completa de la persona humana "creada a imagen de
Dios y dotada de la dignidad y los derechos humanos inalienables que Dios le
dio" (Ecclesia in Asia, 33). En consecuencia, la Iglesia insiste en
el principio según el cual no todo lo que es técnicamente posible es lícito
moralmente. Los enormes progresos y avances de la ciencia médica, en tiempos
recientes, nos dan a todos una gran responsabilidad con respecto al don divino
de la vida, que sigue siendo un don en todas sus fases y condiciones.
Debemos
vigilar para impedir cualquier posible violación y supresión de la vida.
"Somos los custodios de la vida, no sus propietarios. (...) Desde su
concepción, la vida humana implica la acción creadora de Dios y mantiene
siempre un vínculo especial con el Creador, fuente de la vida y su único
fin" (ib., 35).
Las instituciones sanitarias cristianas, firmemente arraigadas en la caridad,
prosiguen la misión de Jesús de cuidar de los débiles y los enfermos. Espero
que, en cuanto lugares en los que se afirma y se asegura la cultura de la vida,
sigan respondiendo a las expectativas que tienen depositadas en ellas todos los
miembros dolientes de la humanidad. Pido fervientemente a María, Salud de los
enfermos, que siga otorgando su protección amorosa a los que se hallan heridos
en el cuerpo y en el espíritu, e interceda por los que cuidan de ellos. Que
ella nos ayude a unir nuestros sufrimientos a los de su Hijo mientras nos
encaminamos con gozosa esperanza hacia la seguridad de la casa del Padre.
Castelgandolfo, 6 de agosto de 2001